Fotografía: Pico Urriellu, Macizo Central de los Picos de Europa © JSC
A menudo, la montaña se dibuja en el horizonte, majestuosa y seductora, como un sueño que nos llama. Pero al acercarnos, la realidad se revela más compleja que el mapa que llevamos en el corazón. Caminamos por senderos inciertos, explorando cada rincón, hasta que un día, finalmente, nos encontramos frente a la cima que anhelamos. En ese viaje, siempre habrá huellas de aquellos que soñaron antes que nosotros, marcas que iluminan el camino y nos ofrecen su sabiduría.
Al iniciar la ascensión, nos topamos con precipicios y hendiduras que parecen susurrar secretos, y piedras tan pulidas que se deslizan bajo nuestros pies como el hielo. Pero si somos conscientes de cada paso, aprenderemos a reconocer los peligros y a esquivarlos con astucia. Es vital tener un objetivo claro: alcanzar la cumbre. Con cada metro conquistado, el horizonte se expande, y descubrimos maravillas que antes nos pasaban desapercibidas.
La vida nos regala el tiempo necesario, así que, al caminar, no debemos exigirnos más de lo que podemos dar. Si corremos, el cansancio nos acecha; si avanzamos con lentitud, la noche caerá y la desorientación nos envolverá. Debemos aprender a disfrutar del paisaje, del agua fresca que brota de los manantiales y de los frutos que la tierra nos ofrece con generosidad, pero sin perder de vista nuestro destino.
Lo que realmente anhela nuestra alma es aprovechar esta larga travesía para crecer, para extenderse hacia el horizonte y tocar el cielo. El camino hacia la cima siempre es más extenso de lo que imaginamos. Lo que parecía cercano se revela aún distante, pero la determinación de llegar nos convierte en viajeros incansables. Y cuando finalmente pisamos la cumbre, un grito de alegría se escapa de nuestros labios, dejando que el viento limpie nuestra mente. Lo que antes era un mero sueño, una visión lejana, se convierte en una parte integral de nuestra existencia